Si nunca te has despertado sintiéndote pésimamente, como si tuvieras la peor de las resacas sin haberte tomado ni un trago, tienes suerte.
Por lo menos, si has tomado, sabes qué causa la resaca y sabes que si vuelves a tomar licor como un demente será bajo tu propio riesgo.
Si nunca te has sentido tan mal, tanto como para sentir ganas de destruir lo que te ha costado, eres un maldito afortunado.
No encuentras la diferencia entre lo que amas y lo que odias, te sumerges en el río del miedo y las fuertes corrientes del odio desgarran tu piel con sus uñas. No hay forma de salir solo de ahí.
Hay que hablar con alguien.
Pero si ese alguien es el conductor del bus que va por la avenida con más tráfico de la ciudad, el tipo no te va a subir el ánimo. Todo lo contrario, buscará y buscará hasta encontrar en ti las ganas que tenías escondidas de torturar. Esas ganas de mantener vivo a alguien con el único propósito de causarle sufrimiento.
Dicen que del amor al odio solo hay un paso. Yo creo que del miedo al odio también.
Pero bueno, eso fue ayer. Hoy me levanté diferente. No tomé, no tengo guayabo, hago un par de flexiones y unas barras y me siento fuerte. Tanto como para salir a la calle y enfrentarme a cualquiera. A cualquier mujer atravesada en una camioneta gigante, a cualquier conductor de bus imprudente, a los escoltas, a los idiotas y a los señores con mucho afán.
Sé que llegará la noche y aparecerá de nuevo esa pregunta cuando ya el cansancio me domina: Y todo para qué?
Pues en realidad no sé para qué. Sé que me divierte salir de la casa y hacer cosas y pensar en vainas y ya. Y ya no más esa pregunta, por favor (me digo a mi mismo, claro). O por lo menos no cuando ya no tengo fuerzas para responder ni para hacer otra cosa que no sea dormir.
Malditos afortunados los que no tienen que discutir consigo mismos todos los días.